jueves, 26 de noviembre de 2009

La cortina de hierro

“ …y me pasó por la mente la idea de estar perdiendo la cabeza; así como nunca había titubeado a la hora de realizar un “trabajo”, así como jamás la lucha moral entre lo correcto y lo conveniente había concluido apartando mi dedo del gatillo, por primera vez en años sentía el reparo que acababa echando todo a perder.
Saqué la fotografía del cuadernillo y la eché un vistazo. Me era imposible concebir que tras la dulzura y belleza de ese pálido rostro se escondiera la maldad descrita por mi cliente. Giré el retrato y repasé con cierto nerviosismo mi caligrafía en tinta azul: un nombre, una dirección, una hora y – como siempre – un supuesto accidente. Miré el reloj situado sobre la repisa de la chimenea, y caí en un profundo ensimismamiento con el sonido del segundero en mi cerebro. Para mi sorpresa, cuando abandoné ese estado abstraído de apariencia eterna, apenas habían transcurrido unos pocos segundos.
“Aún hay tiempo” pensé, y me levanté del sofá frente a la puerta del salón y anduve hasta la cocina, donde de un trago depuré el último tercio de cerveza de la nevera.
Abrí mi cuadernillo por la página donde había metido la fotografía y leí las citas que mi madre había escrito años antes, y que habían llegado a levantar en mí una disputa moral:
“El que es celoso, no es nunca celoso por lo que ve; con lo que se imagina basta.”
“El amor es fuerte como la muerte; los celos son crueles como la tumba.”
“El celoso ama más, pero el que no lo es ama mejor.”

Esta serie de citas era un conjunto de joyas pertenecientes a la sabiduría de mi madre, que si algo había intentado en sus últimos años de vida, era que no me convirtiera en el machista maltratador que había sido mi padre. “Lo siento, mamá – me recorrió un cosquilleo”
Releí la tercera frase… a cuyo lado seguía una sentencia a modo de aclaración que hablaba del inmenso pero incorrecto amor de mi padre.
Noté como se empañaba mi visión a causa de las lágrimas. Siempre me había parecido increíble ver como mi madre, pese a lo sufrido física y psicológicamente, había sido capaz de encontrar algo bondadoso en la mayor desgracia de su vida, y a su vez, el único hombre que había amado hasta su suicidio.
Entonces oí la puerta. Miré mi reloj. No era la hora, se había sobrepasado ésta hacía ya varios minutos. Me dirigí al salón notando crujir el parqué bajo mis pies. Distinguí una sucesión de pasos adornados con el repicar de los tacones; cada vez más cerca… Noté el sudor en mano al sacar el arma. Cada vez sonaban más cerca… Ahora el sudor se hacía presente en la frente y gotas frías descendían lentamente por mi espalda.
Se encendió la luz. No retrocedió; de hecho, de no habérsele caído el bolso, desparramando por el suelo un sinfín de objetos personales, hubiera pensado que la presencia de mi persona, con una pistola apuntando fijamente a su cabeza, no le había producido ningún cambio de ánimo.
Era espectacularmente bella; infinitamente más que en la fotografía. Pude ver en sus ojos, serenos y fijos en mí, que pesaba sobre su alma la tristeza de una vida marchita plagada de miedos. Y si algo me impresionó, era que mi mano aferrada al arma no era ni con diferencia uno de esos miedos, sino tal vez un alivio o salvación.
- ¿Has venido a matarme? – guardé silencio observándola. Resbaló una lágrima sobre sus mejillas – ¿Por qué?
- Siempre es dinero.
- ¿Sentiré dolor? – preguntó impaciente, dándome a entender que sólo quería que eso acabase, que apretara el gatillo de una maldita vez.
- Puedo matarte a ti…, o puedo matar a tu marido.
- Máteme. Máteme y lárguese. Pero por favor, a él no le haga nada.
- Su marido dijo prácticamente lo mismo. Que sólo muriera usted…
- No le haga nada, por favor… es demasiado sensible, me quiere tanto…, me quiere tanto que…
- Que quiere que muera – la mujer hasta este momento había mantenido sus cristalinos ojos apoyados en los míos. Entonces rompió a llorar y cayó de rodillas.

Lo siguiente que ella vio, con la escasa claridad que pueden percibir unos ojos llorosos, fue mi silueta rodeándola y alejándose hasta la puerta. Lo que yo veía, era la imagen de mi madre. Bella, triste, pálida y frágil, tendida en el suelo impotente; aceptando sin titubeos el dar su propia vida, antes que pedir la muerte de la persona que pretendía matarla, la persona que más amaba en el mundo.
- Deberías denunciar – fue lo único que me atreví a decir antes de cerrar la puerta.

No hay comentarios: